Fernando Peláez
Director Científico (en funciones)
Director Programa de Biotecnología
Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, CNIO
La humanidad ha aprovechado desde siempre los recursos naturales a su alcance para satisfacer sus necesidades, mucho más allá de la mera obtención de alimentos para la subsistencia. Así, desde que existen registros escritos de las civilizaciones antiguas, hemos utilizado plantas para intentar tratar nuestras enfermedades, con mayor o menos éxito. Por ejemplo, las semillas de la adormidera o amapola blanca se han utilizado desde la antigüedad (hay constancia en papiros egipcios) para obtener el opio, sustancia con un elevado contenido de morfina, una droga con potentes propiedades sedantes y analgésicas, entre otras. En resumen, la historia de los fármacos es tan vieja como nuestra propia historia.
Mucho ha llovido desde los tiempos en los que los únicos medicamentos eran aquellos que la naturaleza nos podía ofrecer, y que se administraban como preparaciones y mezclas de componentes sin una composición precisa. En la primera década del siglo XIX se purificó precisamente la morfina a partir del opio, obteniéndose así el primer medicamento “moderno”, basado en un principio activo purificado, caracterizado y a una dosis conocida. Desde entonces se fueron incorporando otros medicamentos también de origen vegetal (quinina, papaverina, cocaína…), y poco después nacería la química orgánica, que permitió sintetizar moléculas no existentes en la naturaleza (o modificar las ya existentes). Así nació la industria farmacéutica, un sector industrial que en la actualidad moviliza un mercado global de más de 1,5 billones de euros, que comercializa medicamentos que permiten abordar el tratamiento de todo tipo de enfermedades.
A pesar del formidable arsenal terapéutico actualmente disponible, sigue siendo necesario conseguir nuevos tratamientos, y de hecho cada año las autoridades sanitarias aprueban para su uso en humanos más de 50 nuevos fármacos. Esto se debe tanto a la necesidad de ofrecer alternativas que mejoren las características de los medicamentos existentes, en eficacia y seguridad, como al hecho de que todavía no hay tratamientos eficaces para todas las enfermedades posibles. Sin olvidar el hecho de que a veces surgen enfermedades nuevas (tenemos bien reciente la pandemia del COVID-19), por lo que está claro que necesitamos disponer de la capacidad y la tecnología para generar esos nuevos fármacos.
En la actualidad, el proceso de descubrimiento de fármacos suele arrancar con la elección de una “diana terapéutica”. Todo fármaco tiene un mecanismo de acción: ejerce su acción terapéutica a través de su interacción con una diana terapéutica, es decir, con algún componente de la maquinaria celular, normalmente una proteína. Esa interacción resulta en una modulación (inhibición o activación) de la función que desempeña esa proteína en el complejo funcionamiento de las células, y en consecuencia de los tejidos y órganos que forman el cuerpo humano. Por volver al caso de la morfina, esta droga ejerce sus efectos a través de su interacción con unas proteínas, los receptores opioides, presentes en las neuronas que median la transmisión de las señales del dolor, atenuando dichas señales. La investigación que se realiza en los laboratorios académicos, principalmente, proporciona ideas sobre posibles nuevas dianas terapéuticas que explorar para el descubrimiento de nuevos fármacos.
Una vez definida esa diana terapéutica, comienza la búsqueda de algún compuesto químico capaz de interferir con la actividad o función de esa diana terapéutica. Esa búsqueda se suele basar en un proceso de ensayo de laboratorio, en un formato miniaturizado, de miles de compuestos (a veces centenares de miles) disponibles en las colecciones de los laboratorios de la industria farmacéutica. Estos procesos de cribado, que suelen estar automatizados, dan como resultado la identificación de una serie de compuestos que tienen algún tipo de actividad, pero que están aún lejos de ser el fármaco que buscamos. Habitualmente no van a contar con la suficiente potencia que se requiere para su uso terapéutico, ni la necesaria especificidad, es decir, además de interferir con nuestra diana de interés va a interferir con otras, lo cual puede generar problemas de toxicidad. Tampoco contará con otras propiedades exigibles a un fármaco relacionadas con su farmacocinética, esto es, los procesos que le suceden a un fármaco en el organismo y que determinan que se pueda administrar por la vía elegida, garantizando los niveles de fármaco en sangre sostenidos en el tiempo y suficientes para ejercer su acción terapéutica.
En todo caso, algunos de los compuestos detectados en este proceso pueden presentar características tan razonables como para confiar en que si modificamos su estructura química conseguiremos optimizar esas propiedades, aumentando su potencia, mejorando su especificidad y su farmacocinética. Este proceso de optimización puede requerir meses o años, y en él son necesarios no solo los químicos de síntesis o químicos farmacéuticos, que van generando derivados de estos primeros compuestos, como los biólogos y farmacólogos que los irán caracterizando, para seleccionar los que tienen mejores propiedades, que servirán de base para la preparación de nuevos derivados, y así sucesivamente en un proceso iterativo. La evaluación de los compuestos que se van generando incluirá en algún momento su ensayo en modelos animales de la patología sobre la que se está investigando. Tras un alto número de rondas de modificaciones químicas, idealmente se acaba llegando a un compuesto final que sería propiamente el candidato a fármaco.
Se puede añadir aquí que el cribado de colecciones de compuestos no es la única vía para conseguir esos compuestos de partida que hay que optimizar. También se utilizan herramientas “in silico” (asistidas por ordenador), tales como la modelización de la estructura tridimensional de la diana farmacológica, para después generar moléculas “virtuales” con capacidad teórica de interaccionar con ella, que después hay que confirmar en el laboratorio, así como otros diversos abordajes relacionados.
Una vez que se dispone de un compuesto químico candidato a fármaco, finalizaría la fase de “descubrimiento” y arrancaría la fase denominada de “desarrollo”. Lo que falta hasta llegar al fármaco comercializado es mucho todavía, y es de hecho lo más costoso, y lo que está más estrictamente regulado por las autoridades sanitarias. Por un lado, hay que realizar los estudios toxicológicos completos del futuro fármaco para garantizar su seguridad, estudios que pueden llevar varios años y son sumamente costosos, incluyendo el análisis de miles de datos, principalmente derivados del estudio de su efecto sobre animales de laboratorio. Por otra parte, hay que transferir la síntesis del compuesto desde la escala de laboratorio a la escala industrial: no es lo mismo producir unos pocos miligramos de un compuesto que producir toneladas para el suministro del mercado. Y además hay que establecer la “formulación” que tendrá ese fármaco, es decir, qué forma farmacéutica adoptará (cápsula, jarabe, inyectable….) y optimizar esa formulación para que potencie las mejores propiedades del fármaco.
Una vez pasadas con éxito estas etapas (como promedio solo la mitad de los compuestos lo consiguen), y contando con la aprobación de los comités éticos correspondientes, se procedería a realizar los ensayos clínicos del nuevo fármaco experimental, en los que se examinarían todas sus características, tanto de eficacia como de farmacocinética y seguridad, sobre sujetos humanos. Los resultados positivos de estos ensayos serán los que permitan su aprobación por parte de las autoridades sanitarias, en Europa la Agencia Europea del Medicamento, para las indicaciones que se hayan estudiado en estas fases clínicas. El camino del nuevo fármaco no suele acabar ahí, en todo caso. De ser aprobado, es muy probable que siga siendo sometido a nuevos ensayos clínicos para diferentes indicaciones, o en grupos especiales de pacientes.
Conseguir lanzar un fármaco al mercado es extremadamente difícil. El proceso de descubrimiento y desarrollo de fármacos no solo es largo (habitualmente más de 10 años, con frecuencia no menos de 15) sino increíblemente costoso. Algunos cálculos de lo que cuesta la investigación necesaria para lanzar un nuevo fármaco arrojan cifras en el rango de 1.000-3.000 millones de euros. Pero sobre todo, es una actividad de alto riesgo: la inmensa mayoría de los proyectos de descubrimiento de fármacos que se inician terminan en nada. Principalmente porque no funcionan con la eficacia que se esperaba, a veces por problemas de toxicidad, o por otras razones. Una buena medida de lo complicado de todo este proceso lo marca el dato de que el promedio de éxito de los compuestos que entran en ensayos clínicos apenas alcanza el 15% en los últimos años, o dicho en otras palabras, apenas 1 o 2 fármacos de cada 10 que se introducen en ensayos clínicos, verán la luz como productos en el mercado. Y esto teniendo en cuenta que conseguir introducir un nuevo fármaco en un ensayo clínico es muy poco probable y habitualmente ha hecho falta estudiar miles de compuestos para llegar a ese punto. Parafraseando la mítica canción de los Beatles, es realmente un camino largo y retorcido (“the long and winding road”). Pero un camino que es necesario recorrer, y que de cuando en cuando resulta en avances que mejoran la vida de las personas de maneras que hubiera sido impensable hace solo unas décadas.