Una vacuna preventiva y no reactiva

1 junio, 2020

Fernando Valladares

Profesor de Investigación del CSIC y profesor asociado de la Universidad Rey Juan Carlos

Cercados por una pandemia de récord hemos puesto, todos, nuestra mirada anhelante en una vacuna contra el coronavirus. Una vacuna también de récord que ha sacado lo mejor de científicos y biomédicos de todo el mundo que trabajan contrarreloj en varias formas alternativas de hacer que nuestro cuerpo bloquee la acción o la replicación del virus. Una vacuna que tardará posiblemente apenas un año cuando lo normal hubiera sido que se tuviera en quince o veinte. Y aun así esta vacuna llegará tarde, muy tarde. Ya ha muerto más de un tercio de millón de personas en todo el mundo y hay más de cinco millones de infecciones confirmadas por PCR. Las cifras crecen con rapidez en América, el continente con más casos de COVID-19.

La mejor vacuna sería aquella que no tardara un año en obtenerse y que no sólo sirviera frente a un patógeno concreto y frente a sólo una o unas pocas de sus múltiples mutaciones. Nos rodean muchos patógenos, constantemente nos exponemos a nuevos patógenos y los patógenos mutan con rapidez. La mejor vacuna sería aquella genérica e inespecífica que estuviera disponible antes de que el nuevo virus o bacteria salte a los humanos. Esa vacuna la tenemos; bueno, la teníamos. Se llama naturaleza bien conservada y nos va quedando cada vez menos. La Organización Mundial de la Salud lleva años advirtiendo del creciente riesgo de zoonosis y epidemias con posibilidad de convertirse en pandemias para las que no estamos preparados. Con la COVID-19 hemos visto que no hay sistema sanitario en el mundo capaz de hacer frente a una pandemia y mucho nos tememos que la OMS tiene razón: el 70 % de las enfermedades emergentes de los últimos 40 años son zoonosis. Las Naciones Unidas nos invitan en su programa One Health, Una Salud, a que reconozcamos que nuestra salud y la de los animales y plantas es una única salud. No existe esa cosa llamada medio ambiente o naturaleza como algo externo a nosotros ya que nosotros somos naturaleza y medio ambiente. No podemos controlar completamente esa naturaleza y tenemos que mejorar la convivencia por nuestro propio bien. Nunca tendremos suficiente gel alcohólico ni respiradores, nunca sabremos exactamente por donde vendrá el próximo patógeno y cuál será su vía de acción. Solo sabemos que destruyendo el medio natural, fragmentando y degradando bosques, extirpando especies y contaminando el aire y el mar aumentamos el riesgo de infecciones de origen animal que salten a la especie humana y que puedan convertirse en otra pandemia. Rompiendo los equilibrios de coexistencia entre muchas especies, muchos virus y muchas bacterias, nos exponemos a nuevos contagios que la globalización amplifica con rapidez.

Sabemos que cuanto mayor es el fragmento de un bosque, menor es el riesgo de que la población humana contraiga la enfermedad de Lyme tal como se vio en la costa Este de Estados Unidos. Sabemos que la afección del virus del Nilo en humanos disminuye a medida que aumenta la diversidad de aves a las que pican los mosquitos, los vectores de la enfermedad. Sabemos que la diversidad biológica neutraliza la proliferación de especies hospedadoras de patógenos. Sabemos que la carga vírica disminuye por el denominado mecanismo de dilución cuando varias especies hospedadoras del virus coexisten, pues el contagio se ralentiza y varias batallas inmunológicas y epidemiológicas se liberan fuera del entorno humano disminuyendo el riesgo de zoonosis. Sabemos que la diversidad genética también disminuye la carga vírica, en este caso por amortiguación. Sabemos todo esto y más desde hace décadas, pero no acabamos de incorporarlo en nuestro modo de vida, en nuestro modelo socioeconómico. Más bien al contrario: destruimos el equivalente a cuarenta campos de futbol de bosque cada minuto y vamos eliminando o desplazando especies quedándonos precisamente con las que son más peligrosas para nosotros, las que contienen más patógenos trasmisibles a humanos. Mientras alteramos el medio ambiente, desarrollamos vacunas, pensando que podemos controlarlo todo, que ponernos de espaldas a la naturaleza no tiene mayores consecuencias. Hasta que algo de la escala de la COVID-19 nos impacta y nos confina en nuestros hogares y nos empuja a reflexionar: ¿queremos volver a la normalidad que nos trajo aquí?

Si queremos estar realmente protegidos ante nuevas pandemias no hay más opción que cambiar nuestra relación con la naturaleza y recuperar su funcionalidad. Todo lo demás, por mucho esfuerzo que hagamos, serán parches que llegarán cuando ya muchas personas hayan muerto.

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