Opinión – COVID-19: el reto de la aprobación de terapias

18 mayo, 2020


César Nombela.

Catedrático y Presidente de la Fundación QUAES

Hace apenas seis meses que emergió en la ciudad china de Wuhan el coronavirus SARS-CoV-2. Desde primeros de enero de 2020 se conocen los detalles de su genoma, integrado por RNA monocatenario (cadena+) con cerca de 30.00 nucleótidos, capaz de codificar para 14 proteínas. A pesar de la similitud de su genoma con el de otros coronavirus, todo en este agente infeccioso ha supuesto una importante novedad. Su transmisión entre humanos con elevada capacidad de contagio; su patogenicidad generada por transmisión respiratoria pero que le puede llevar a invadir otros órganos, desde el sistema cardiovascular hasta el sistema nervioso; el agravamiento, en fin, de sus efectos a través de la inflamación y la coagulación intravascular. Todo este conjunto de capacidades patogénicas ha representado un reto para los sistemas de salud de todo el mundo.

El primer esfuerzo fue desarrollar y validar procedimientos diagnósticos de laboratorio para atribuir a la etiología vírica el síndrome causado y definir lo mejor posible su evolución. Simultáneamente, el manejo clínico de los enfermos, sobre todo en casos graves que conducían a un fatal desenlace, requería el habilitar terapias que fueran más allá del mero tratamiento sintomático. Y todo ello en un contexto de contagio generalizado que requería drásticas medidas de prevención frente a un agente que podía producir, desde un cuadro asintomático hasta otro de alta gravedad con posibles complicaciones.
La investigación clínica, para descubrir o confirmar la eficacia y la seguridad de procedimientos diagnósticos y terapéuticos, sigue constituyendo el patrón de desarrollo de una medicina basada en la evidencia. Cada vez depende más de un diseño adecuado, que defina bien los objetivos y las variables, para alcanzar conclusiones adecuadas. Muchos sanitarios insisten en descalificar cualquier procedimiento que no esté avalado por investigación clínica reglada. Los sistemas regulatorios, como la Food and Drug Administration (FDA) estadounidense o la European Medicaments Agency (EMA) europea, tienen sobre la mesa el reto de perfeccionar sus procedimientos adaptándolos a una mayor eficacia operativa, al tiempo que mayor agilidad para regular sus procesos de evaluación y eventual aprobación.

Con esta afirmación no estoy abogando por arrinconar la exigencia de que se aprueben tratamientos con garantías de eficacia y seguridad, pero sí creo que se debe ser flexibles para canalizar mejor el esfuerzo y hacerlo a tiempo. La pandemia COVID-19 sin duda representa una oportunidad para avanzar en procedimientos como la evaluación más ágil, la aprobación provisional de terapias con base suficiente y otros planteamientos que estaban siendo ensayados. Sucede que al poder operar sobre bases científicas mucho más completas, como las que proporcionan las nuevas tecnologías (Farmacogenética, Farmacogenómica) se debe poder avanzar con mayor determinación.

A falta de terapias aprobadas para combatir la infección por SARS-CoV-2, los clínicos hubieron de tratar –siguen haciéndolo- a estos enfermos con fármacos aprobados para otras indicaciones, en forma de uso compasivo fuera de indicación establecida. Es el caso de la cloroquina (décadas de experiencia en su uso como antipalúdico) o antivíricos que bloquean la multiplicación de otros virus como VIH o hepatitis. Desde el lado del diagnóstico, un ejemplo negativo lo tenemos en la no autorización, por parte de la FDA, para que un laboratorio de investigación básica, de la ciudad de Seattle, realizara pruebas del SARS-CoV-2 en un buen número de muestras de secreción respiratoria, obtenidas para un proyecto de investigación sobre gripe. De haberse realizado se podría haber detectado un caso muy inicial de COVID-19 en esta ciudad, evitando los contagios que produjo. Sin embargo, al tratarse de un laboratorio de muy altas capacidades, pero no autorizado como laboratorio clínico, se perdió la oportunidad de alertar sobre la llegada de la infección a la aludida ciudad con cuatro semanas de adelanto.

Cerca de 1500 ensayos clínicos, en distintas etapas de desarrollo, están a día de hoy registrados para investigar terapias contra COVID-19. Tal es la urgencia de aportar al arsenal terapéutico frente a la pandemia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) favorece y controla muchos de ellos, como lo hacen otras agencias entre ellas los National Institutes of Health (NIH) o la Wellcome Trust. Lo primero es demostrar si muchos de los protocolos ya en uso, que utilizan antivíricos diversos o sus combinaciones son eficaces. Lo segundo, explorar otros fármacos ya útiles en diversas patologías en cuanto a su potencial frente a COVID-19. Además, naturalmente, se plantean fármacos nuevos, por ejemplo proteínas recombinantes que mimetizan el receptor ACE2, el que es reconocido en el organismo humano por la proteína de la espícula del virus y le sirve de entrada. Se espera que con ello se pudiera bloquear la entrada del virus en la célula humana hospedadora.

Todo un elenco de posibilidades en este gran bloque de ensayos clínicos, que sin duda conducirá a algunas soluciones. La aprobación ágil de los protocolos de ensayo, así como la evaluación rápida de los resultados, resultan clave para deseado avance de este capítulo de la terapéutica que la humanidad tiene ante sí.

Pero, si los tratamientos curativos son importantes, la prevención a través de vacunas constituye una clave de este reto monumental. A pesar de la extensión de la pandemia, en España empezamos a tener noticia de que no más del 5% de la población debe estar inmunizada por haber padecido la infección, aunque fuera de manera asintomática. Hace mucha falta abrir un horizonte de vacuna para volver a la normalidad. Son más de setenta los candidatos para vacunar; desde ácido nucléico que pudiera generar en el organismo humano proteína vírica antigénica, hasta diversas formas de virus atenuados, del propio SARS-CoV-2, o de otros que sirvieran como vectores. Este esfuerzo ya ha dado algunos frutos en forma de regulación flexible. Como es la autorización, en un marco éticamente riguroso, de ensayos directos en humanos (Fases I/2) si necesidad de aplicar la Fase 0 de ensayos en animales.

En conclusión, el reto de alcanzar terapias curativas o preventivas de COVID-19 ya ha propiciado una mejora de los procedimientos regulatorios, sin omitir los requerimientos de seguridad para la experimentación clínica, ni las exigencias éticas que demanda la experimentación en clínica humana. Pero se abren otras muchas posibilidades que pueden ser propiciadas por el progreso biomédico al que asistimos continuamente. Por ejemplo, la reducción del número de enfermos basada en el mejor conocimiento de la individualidad genómica, que permitirá seleccionar mejor a los adecuados, incluso anticipar reacciones. La emergencia de la pandemia ha puesto de manifiesto la necesidad de mejorar nuestros sistemas regulatorios.

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